viernes, 18 de noviembre de 2011

Amazonas

Manaos. Buscábamos nuevas experiencias, hacer algo diferente, viajar fuera del “circuito habitual”. Decidimos entonces el pasar unos días en la selva del Amazonas, donde podríamos pescar y disfrutar del entorno selvático, de la flora y de su fauna. Las expectativas, esas que pueden arruinar un viaje, no existían. El grupo estaba formado por siete amigos, algunos expertos pescadores, otros simples aficionados y algún neófito que otro.
El viaje comenzó con un pesado traslado desde Madrid a Sao Paulo y posteriormente a Manaus. La duración fue casi de 23 horas. Manaus es una ciudad de casi dos millones de habitantes, la más importante del norte del país, y que llama su atención por la espectacularidad del río, pues es precisamente allí donde desemboca el Río Negro en el río Amazonas. Es una ciudad que tuvo su esplendor a principios de siglo gracias al caucho pero que hoy basa su desarrollo industrial en la ventaja fiscal de la zona franca. Pudimos visitar brevemente la ciudad, el Teatro Amazonas, el mercado municipal y el trasiego que hay en la orilla del río, donde multitud de barcos cargaban y descargaban mercancías. Tras preparar el equipaje nos trasladamos al aeropuerto. Podíamos llevar las cañas de pescar, una caja de aparejos y una mochila con ropa. El hidroavión era una Cessna Caravan. Una vez en el aire, pudimos contemplar la inmensidad del río, los meandros, los colores, las arenosas formaciones, los pueblos indígenas, y por supuesto las grandes extensiones de selva talada. Hicimos un amerizaje intermedio en una aldea para dejar al único pasajero que no pertenecía a nuestro grupo. Allí una canoa vino desde el poblado para recogerle. Y despegamos de nuevo. La carrera de despegue se hizo interminable debido al peso. A la hora y media de salir de Manaus el piloto nos dejó en el río y nos subimos a las barcazas. Remontamos el río durante una hora más y finalmente llegamos al campamento. Las primeras sensaciones en relación al entorno natural no defraudaron.
El campamento. El campamento era sencillo, cuatro bungalows flotantes, cada uno con camas y un cuarto de baño, y una barcaza para hacer vida social y comentar la jornada de pesca. Conforme avanzaban los días el campamento nos parecía más confortable, y el “amenazador río” fue vencido pronto y nos bañamos en él sin temor. El grupo de pesca se dividió en cuatro barcas, cada una ocupada por dos pescadores y un guía. Durante el día, el campamento flotante se desplazaba río arriba, en busca de alguna zona interesante, no sólo desde el punto de vista deportivo sino también desde la óptica de la observación e integración con el entorno natural. Pudimos observar a los nativos en las riberas trabajando, pescando o transportando mercancías, única forma de subsistencia en aquellos parajes.
El entorno. La zona de la selva en la que íbamos a pasar esos días se caracteriza por ser una zona inundable. Predominaban los animales acuáticos y, por supuesto, una variedad inmensa de aves. El nivel de agua del río estaba muy bajo debido a la sequía de los últimos meses, y esa fue la razón, que luego nos dieron los lugareños, de la escasez de capturas. Por lo menos no nos dijeron que era por nuestra poca habilidad.
La pesca. Sólo un día fue realmente luminoso y soleado, y coincidió con la primera jornada vespertina de pesca. Las especies acuáticas no se limitaban a tucuranés, sino que también había (y fotografiamos) caimanes, pirañas, nutrias, delfines y rayas. Aprendimos a montar las cañas, a lanzar las rappalas, a perfeccionar el lance y afinar la distancia, a detectar movimientos fuera de lo habitual en el río que nos indicasen presencia de tucuranés, a observar el vuelo de aves que a su vez buscaban alimento bajo el agua. Conforme avanzaban los días, el número de capturas aumentaba.
Las comidas. Con el primer rayo de sol; las primeras voces; el desayuno. Había que alimentarse bien, y aguantar hasta el mediodía. Las mañanas de pesca siempre fueron tranquilas, y algo decepcionantes, pues las capturas fueron escasas y pequeñas, aunque nuestro objetivo era el de pescar al menos 3 ejemplares para poder comer. A mediodía levantábamos un campamento en la orilla, donde preparábamos un fuego y bajo una intensa lluvia asábamos los peces. En un entorno paradisiaco, disfrutamos de las comidas y de una siestas en hamacas, eso sí interrumpidas sin cesar por los molestos mosquitos. Las tardes de pesca fueron bastante mejor. Quizás la lluvia animaba a los peces, o quizás, poco a poco, íbamos depurando la técnica. Las noches eran apacibles, silenciosas. Esa paz era siempre precedida por fuertes tormentas y ese silencio, en combinación con el cansancio, nos derrotaba muy pronto.
Las cacerías nocturnas, una experiencia complementaria. Por las noches, tras la tertulia correspondiente, salíamos a cazar pacas, un roedor nocturno que come vegetales y de sabor parecido al cerdo. El equipo estaba formado por cuatro personas por barca, los que estaban sentados delante se ocupaban de usar un potente foco con el que detectar a los animales en las riberas, y que se podían identificar al iluminar sus ojos, y por supuesto de conducir la barca por los numerosos ramales del río, y los de detrás tratábamos de localizar los animales. Tras su localización, nos acercábamos a la orilla con el rifle cargado, bajábamos a tierra y lo cazábamos.
Y el regreso. Tras pasar unos días en plena naturaleza salvaje, sin teléfono, sin contacto con civilización alguna, comiendo lo que cazábamos y pescábamos, regresamos a Manaos y a casa. Una gran experiencia.

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